Cartas de un iluso

1.

No sé si a ti te pasará lo mismo pero últimamente, cada vez que miro la cartelera, me invade una cierta sensación de tristeza. De melancolía más bien. O de añoranza, por buscar la etimología más clara. De echar de menos. Echo de menos un tipo de películas que hace tiempo encontraba con cierta frecuencia en los cines y que ahora me parece que más bien brillan por su ausencia. Quizá me estoy haciendo mayor o simplemente me dejo llevar por intuiciones paranoicas. Quizá no entiendas bien a lo que me refiero o quizá sí y puedas llevarme la contraria. Me refiero a esas películas que parecen hechas con una caligrafía imperfecta, películas temblorosas, de trazo humano, que nos hacen intuir una personalidad ahí detrás. Películas que son como cartas escritas a mano, con borrones y tachones, que a veces se aprietan y a veces se aligeran, es decir, lo contrario a tantas películas que abundan ahora, que fluyen de un plano a otro sin que nos demos cuenta, como anestesiándonos. En estas películas temblorosas podemos sentir cada corte, cada fisura, cada respiración entre los planos. Son películas que vacilan, películas imperfectas, pero de una imperfección que nos hace recordar la pulsión de la vida. Películas difíciles de clasificar, y quizá por eso, películas que cada vez interesan menos. Pero ¿a quién? Me atrevo a decirlo: a los distribuidores, a los exhibidores, a los ejecutivos de televisión y, siguiendo la cadena, a los productores. Parece que hasta a los directores ha dejado de interesarles este tipo de película. O quizá se han dejado convencer. Les han dicho que “el público”,”los espectadores”, “la gente” no quiere ver ese tipo de películas, la demagogia habitual, y han terminado por asumir el mismo discurso populista. Cuestión de supervivencia o puro cinismo, no sé, he conocido ambos casos. De lo que se trata es de hacer películas que puedan venderse con facilidad, películas de concepto perfectamente resumibles en una frase, en una idea fuerte y a ser posible espectacular, apelando a un género muy concreto. Si alguna película se sale de las coordenadas, ya se encargarán de hacerla parecer lo que no es y hasta le pondrán un lazo.

La última película de Scorsese, sin ir más lejos. Es una película para niños hecha por un cineasta que no sabe hacer películas para niños, al menos no esas películas para niños a las que nos hemos acostumbrado; una película extraña que nunca acaba de ser lo que prometía y que está llena de misterios que se van revelando poco a poco, pacientemente, entre dudas y a trompicones, sin restarle un ápice de su emoción. Estuve a punto de no ir a verla debido a la pereza que me producía todo lo que la envolvía. Parecía una de esas tartas de cumpleaños que siempre me sentaron mal, pero resultó que contenía todo tipo de ingredientes inesperados. Me hizo recordar que, en esto de las películas, uno nunca debe asumir lo que se presupone sino escuchar a los amigos y a la gente cercana porque casi siempre aciertan cuando te conocen bien y te recomiendan algo.

El problema es que cada vez hay menos películas que rompan ese molde hecho a medida, y por eso me parece especialmente dramático que dejemos escapar una oportunidad como Declaración de guerra. Una película que mucha gente dejará de ir a ver porque les han dicho que trata de la enfermedad de un niño, o de una pareja que lucha contra el cáncer de su hijo recién nacido. Es dramático porque esta película apela directamente a nuestra generación y según los calendarios, hace rato que deberíamos estar planteándonos el tema de la paternidad. Ya conozco a unos cuantos a los que se les ha recomendado no ir a verla si están pensando en tener un bebé, pero yo creo que debería ser exactamente al revés. Sinceramente creo que esta película solo puede producir entusiasmo. Entusiasmo por la vida y por el cine. Pero cuando leas esto es posible que ya no siga en cartel. Quizá resista en alguna sala de nuestra ciudad y poco más. Salió con apenas veinte copias y no ha tenido tiempo ni oportunidades suficientes. Una pena porque creo que podría haber sido un verdadero éxito, al menos a un cierto nivel. Un éxito de nuestra generación. Y está claro que hemos fracasado si hemos dejado que no lo sea. Estábamos un poco huérfanos de películas así y cuando por fin llega una la dejamos pasar sin pena ni gloria. Una pena porque no suelen aparecer muchas películas que puedan contagiar a toda una generación las ganas de contar su propia historia. Antes se identificaban mejor porque todo iba más despacio. Pero no quiero ponerme catastrofista. Y tampoco soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor. Seguramente es un brote de nostalgia paradójica, ya sabes.

 

 

2.

Sí, querido amigo, ya sé que la cartelera de nuestra ciudad nunca fue un referente de nada, para mí es sólo un elemento de medición más, como lo son los propios cineastas y los productores y todo lo otro. Si comparo lo de antes con lo de ahora es por defecto consciente. Porque me sigue gustando el acto de ir al cine, qué le vamos a hacer, me gusta coger un periódico para consultar la cartelera y me gusta el paseo hasta alguno de los cines, también si tengo que coger el metro. Me gusta llegar al cine y tener un poco de tiempo, merodear por los alrededores y quizá encontrarme con alguien. Me gusta ir solo o bien acompañado, y después ir a tomar algo a algún bar cercano, o directamente a casa, para seguir pensando la película. Todo eso forma parte inseparable de la experiencia de ir al cine; porque no se trata sólo de la película sino de toda la liturgia que la acompaña.

 

El problema es que los cines ofrecen cada vez menos. Y si cada vez tienen menos que ofrecer, deberían al menos ofrecerlo mejor, no sólo limitarse a subir el precio de las entradas. Si los espectadores están abandonando las salas, no parece que la mejor medida para atraerlos de nuevo sea incrementar los precios. Es algo que no se entiende y no se justifica. No puede ser que países como Francia o Reino Unido, con rentas per cápita más altas que la nuestra, ofrezcan modelos de descuentos y tarjetas de fidelidad mucho más comprometidos que España. Hace falta que los dueños de nuestras salas de exhibición se pongan de acuerdo y sean capaces de ofrecer opciones más económicas, que premien a los espectadores más fieles a la vez que imaginan nuevas maneras de fidelizar a los que no lo son, pero no esas tarjetas que hacen por su cuenta diferentes cadenas de cines, sino un verdadero acuerdo generalizado, que se extendiera a las grandes salas y también a las pequeñas sin que éstas salieran perjudicas. Es cuestión de mostrar un poco de voluntad y comprensión en tiempos difíciles, de aceptar, como todos, que vivimos tiempos difíciles, de cambio y de reajuste. Es absurdo que sigamos estrenando películas como las hubiéramos estrenado hace veinticinco años, con ventanas de distribución que impiden hacer uso de todos los nuevos canales de distribución al mismo tiempo. Esto perjudica especialmente a ese tipo de película que no tiene una gran campaña publicitaria detrás y que apenas puede optar a unas pocas salas de distribución. Son esas las películas que necesitan concentrar todo su esfuerzo en su momento de estreno aprovechando todas las ventanas posibles al mismo tiempo.

 

Hace unos días, en el festival de Nantes, he tenido la oportunidad de ver Mercado de futuros, la nueva película de Mercedes Álvarez. Creo que es una película importante. Una película de terror en cierto sentido, que se atreve a hablar de memoria y economía, de objetos perdidos y paraísos fiscales, de vendedores de humo y de lenguaje barato. Es una película que piensa y te deja pensar, pero apenas se ha podido ver en algunas salas de Barcelona y Madrid, y sólo de forma esporádica. Lo mismo sucedió con otras películas importantes el año pasado, pero al menos llegaron a exhibirse en salas… Muchas películas, demasiadas películas, muchas de las mejores que he visto y más me han hecho disfrutar, no han pasado por nuestras salas. Las he visto en otros países o en ediciones de dvd extranjeras, en copias de amigos o a través de nuevas webs de visionado en streaming. No he recurrido a las descargas ilegales ni a la piratería porque no lo he necesitado, pero sobre todo por una cuestión de principios.

 

Por eso pienso que el cine está en otra parte, no en nuestras salas. Al menos no la mayoría de las veces. Habrá que salir a buscarlo. Porque sigo pensando que el cine puede hacernos mejores, como en aquel libro del filósofo Stanley Cavell. Y si no podemos verlo en nuestros cines, habrá que inventar otros nuevos, más caseros o virtuales. “¿Y qué será de todo lo que hemos amado del cine?” “¿Qué será de nosotros, que nos hemos amado de manera irresponsable a través del cine?” Bueno, ya veremos. Pero estoy seguro de que seguiremos encontrándonos, confío en el presente a pesar de todo. Me pasa como a Serge Daney, “reacciono bastante mal cuando me hablan de nostalgia porque, como a todos los melancólicos, me gusta el presente, el presente en sí, como una especie de absoluto, de resistencia”.

 

3.

Cuando te decía que el cine está en otra parte y que hay que salir a buscarlo, me refería a todas esas películas maravillosas que nos aguardan en cualquier momento inesperado. Hay que estar dispuestos a encontrarnos con ellas, pero sabiendo que no siempre van a estar a la puerta de casa. Es como enamorarse de nuevo. Hay que querer pero también hay que tener un poco de mucha suerte. Lo bueno del cine es que te vuelves a enamorar de él con mucha más frecuencia que de otras personas. A mí me acaba de suceder hace apenas unos minutos con A Swedish Love Story, la primera película que dirigió Roy Andersson en 1970. Una pareja de amigos la puso en mis manos hace un par de días y acabo de terminar de verla emocionado y feliz.

 

Es una de esas primeras películas que tratan la adolescencia y el primer amor. Como Fucking Ämal, de Lukas Moodysson. Como The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich, Los amores de una rubia, de Milos Forman, o Mes petites amoureuses, de Jean Eustache. Todas ellas películas sobre la adolescencia, sobre las primeras miradas, los primeros besos y las primeras crueldades. Viendo estas películas he sentido que el cine se inventó para esto: para filmar esos instantes de duda y flirteo, los acercamientos inseguros, los roces disimulados y todas la ceremonias posteriores.

 

Roy Andersson filma todo eso y más, y lo hace sin miedo al ridículo o a la cursilería, con el corazón en la mano, como cuando deja a la chica llorando en el suelo después de que su novio le haya retirado el saludo y las miradas. La reconciliación sólo se puede filmar en un plano como el que sucede inmediatamente después, o toda esa espera posterior, de nuevo enamorados, demorándose en el trayecto del chico en su moto hasta que llega de nuevo a los brazos de ella. Esas deben ser las cosas más bonitas y difíciles de filmar por el estremecimiento que provocan en el recuerdo de la experiencia vivida. El cine regala estos momentos cada cierto tiempo y es por eso que voy a defenderlo siempre.

 

miniatura ilusa 1 from LOS ILUSOS on Vimeo.

[Textos escritos por Jonás Trueba, publicados en El viento sopla donde quiere un 16 de marzo, un 23 de marzo, y un 26 de marzo de 2012.]

 

 

 

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